Textos guía [1]: ‘La hora de los Óscar’, por Luis Alberto Álvarez

 

Luis Alberto Álvarez Córdoba (Medellín, 21 de junio de 1945 - Medellín, 23 de mayo de 1996)
Fuente: https://www.udea.edu.co/wps/portal/udea/web/inicio/patrimonio/lugar-para-memoria/auditorio-luis-alberto-alvarez-cordoba


Este primero de nuestros textos guía debe entenderse en parte como algo coyuntural y en parte como un manifiesto de principios que rebasa el propio tema que comenta. Desde luego, comentarios puntuales deben ponerse en el contexto de los años noventa: escritos dos décadas atrás de los tiempos de Álvarez u hoy mismo resultarían falsos. Son una precisa, exquisita y desgarrada descripción de sus tiempos. Al mismo tiempo, muchas de sus descripciones tienen vigencia y se pueden extrapolar a fenómenos similares en disciplinas distintas. Pero, en todo caso, la postura inconfundible del Cura Álvarez frente al espectáculo engolado del imperio de Hollywood es una bandera que tomamos en defensa del cine en tanto deben ser sus obras aquí y en cualquier parte, y jamás el mercadeo y su “solemne mentira”, el verdadero arte, o “un espectáculo más gratificante y amable”.

 

*

 

Sobre la Academia de Hollywood y sus premios

LA HORA DE LOS ÓSCAR

 

Por Luis Alberto Álvarez (publicado originalmente en El Colombiano, el 21 de marzo de 1993, y reproducido en Páginas de cine, vol. 3, 1998, Editorial Universidad de Antioquia, pp. 201-205. La versión que ofrecemos reproduce el texto del libro respetando las normas de acentuación y edición en general de sus editores, e igualmente sus variantes de toda índole)

 

Siempre por estos meses comienza a hablarse de los próximos óscares, de nominaciones y favoritos. La distribución comercial comienza a promover las películas que tienen posibilidades de premio y ya antes prensa y televisión han caldeado el ambiente difundiendo la ceremonia de los Globos de Oro, como una especie de ensayo general, que permite especular mejor sobre quién tiene los mejores auspicios en la gran fiesta de primavera.

 

Y se vuelve moda hacer sus propias apuestas y sorprenderse porque alguien que parecía tener todas las de ganar resultó dejado de lado, o porque un candidato inesperado resultó obteniendo una estatuilla importante, o porque alguna producción barrió con todo el entable de las horrendas esculturas y entró al libre Guiness de los récord por el número de galardones obtenidos.

 

Después llega la gran noche, el grotesco desfile de gente conocida y desconocida, interesante e insignificante, bella y embellecida que entra a la gran misa mayor de todos los años a presenciar el mismo ritual desprovisto de imaginación: “and the winner is…!” y el par de chistes malos de Bob Hope u otro congénere, la risa y la lágrima programadas de cada intervención, el gesto hipócrita y la búsqueda desesperada de ponerse bajo el reflector.

 

Creo que una sola vez he logrado aguantarme esta aburrida e interminable fiesta. Una mirada al periódico del día siguiente basta para quedar al tanto del estado de la nación, para saber qué se ha decidido promocionar este año y qué está dispuesta la gente a dejarse vender. Sorpresas no hay casi nunca. Que algunas de las películas que obtienen un Óscar puedan tener méritos por sí mismas está fuera de discusión (basta pensar en Ocho y medio de Fellini, por mencionar alguna). Que esta premiación tenga en sí misma un significado de cualificación artística, es algo que es mejor sacarse de la cabeza.

 

Hollywood fue siempre una fascinante mezcla de provincialismo ramplón y universalidad, de arbitrio cultural y de filisteísmo e incultura típicamente middle american. Sabemos que al cine americano no lo fundaron intelectuales sino mercachifles, peleteros, confeccionistas, barraquistas de feria. Cuando llegaron al tranquilo y conservador suburbio de Los Ángeles en la segunda década de este siglo la gente comenzó a llamarlos movies, mirándolos como bichos raros que se comportaban de modo estrambótico. Muy pronto esta gente descubrió que, gracias al éxito inmenso de sus productos, se habían convertido en punto focal de los sueños del mundo. Poco a poco comenzaron a tomar conciencia de la necesidad de hacerse respetables, la importancia de que la gente no viera en ellos sólo los desmanes de los tumultuosos años veinte sino, en su obra, una contribución al arte y la cultura universal.

 

El primer instrumento de respetabilidad fue la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas y el establecimiento de una premiación anual a los mejores productos de la industria. Miembros de la Academia son las figuras establecidas de esa industria, productores y directores, técnicos, actores y actrices. Hay una reglamentación que define las nominaciones (palabra horrenda e inexistente en nuestra lengua[1] y que no es otra cosa que las candidaturas) y cada miembro de la Academia tiene derecho a votar en las diversas categorías.

 

La obtención de un Óscar es, más que una afirmación de calidad, el resultado de una difícil lucha por lograr llamar la atención, la cacería de votos, académico por académico. Muchos de los miembros de la Academia son veteranos, gente retirada del medio, más alejada de él en cuanto el Hollywood actual (sombra gris del pasado) tiene muy poco que pueda resultarles atractivo. Muchos de estos señores maduros llevan años sin ir a cine y su único contacto con el medio es la información ofrecida por la televisión y la prensa. La batalla por el Óscar es una verdadera campaña política que exige un gran presupuesto publicitario. Sólo las películas que logran hacer hablar de sí continuamente llegan a las mentes de los académicos y permanecen en ellas. Una de las tareas más penosas es la de llevar y traer a estos personajes, llevarles hasta su casa una película para que puedan verla o traerlos a un teatro público o privado para que a la hora de votar no lleguen a ignorarla.

 

Naturalmente, quienes logran hacer estas presencias de conciencia son, más que nadie, las big companies, las mismas que han invertido millones de dólares en producción y publicidad de sus productos. Los independientes tienen pocas oportunidades, a no ser que obtengan un buen padrinazgo. Para la categoría de películas extranjeras (una especie de gesto condescendiente que mete en un solo saco y pone a competir todo tipo de obras de las más variadas procedencias) el esfuerzo promocional lo hacen los países mismos y sus gobiernos, interesadísimos en un galardón para sus cinematografías nacionales. España e Italia tienen especialistas en esta tarea. España, por ejemplo, ha logrado que cintas tan mediocres y poco inteligentes como Volver a empezar de José Luis Garcí ganen su estatuilla y lo mismo puede decirse de Holanda con la inenarrable El asalto de Fons Rademakers.

 

Cada año las tendencias varían con los intereses que haya en el ambiente. Por lo general las películas que ganan no son para nada innovadoras, ni estética ni temáticamente (El ciudadano Kane sólo recibió un Óscar por guion). Son productos sólidos y vendibles, muchas veces sentimentales, conservadores o ligeramente progresistas según lo que sea la política del momento. Creo que los óscares más dignos de atención suelen ser los técnicos, los de fotografía, montaje o vestuario y un poco los de actores secundarios. En estos casos no cuenta tanto el impacto publicitario, el estrellato o la actualidad temática sino una verdadera calificación técnica. Y si algo sigue teniendo Hollywood, que no grandes directores, es técnicos y actores, particularmente los excelentes actores y actrices de carácter o secundarios.

 

Los óscares son una manera de la industria norteamericana del cine de festejarse a sí misma de auto elogiarse, de promocionarse. “Qué haría yo sin mí”, decía Mafalda (¿o quién fue?). Ello no tendría tanto de malo si este festejo no fuera tomado mundialmente como la fiesta del cine en cuanto tal. Que la Academia le entregue un premio al moribundo bengalí Satyajit Ray o al japonés Kurosawa por la obra de su vida, no le quita nada a la arrogancia que afirma: este, el nuestro, es el verdadero cine y lo demás es casualidad marginal: foreign movies. Que todo el resto del mundo tenga que pelearse por una única estatuilla que es casi como una estrella amarilla cosida en la chaqueta, es, más que un reconocimiento, un acto de desprecio. El Führer le construye a los judíos una ciudad, se llamaba una película de propaganda nazi. Actualmente el gran homenaje que la industria americana del cine le hace a las pocas películas extranjeras que gustan en Estados Unidos es: comprar los derechos y volver a hacer la película, en Estados Unidos y con actores de Hollywood.

 

Y, sin embargo, al cine descolorido de Tim Burton, Robert Zemeckis o Kevin Costner se oponen en la realidad el talento real, creativo, innovador del belga Jacob van Dormael, del francés Jacques Doillon, del danés Lars Von Trier, de los británicos Loach y Greenaway, del italiano Gianni Amelio, de los africanos Cissé y Ouedraogo, de los chinos Chen Kaige y Zhang Yimou, de los talentosos creadores turcos, peruanos, australianos. Los premios de la Academia son, sencillamente, una solemne mentira que invierte por completo la situación real.

 

Por esta razón este año tampoco veré la ceremonia de los óscares, ni sus ballets de mal gusto ni sus presentadores desabridos ni sus chistes de mala muerte ni sus exabruptos sentimentales de sonrisas y lágrimas. Podría ser agradable buscar a la bella Jodie Foster sentada en una de las butacas o reconocer en los rasgos de algún anciano a una gloria del pasado. Pero prefiero verlos en una salsa mejor, la de sus películas, la de las buenas, que son siempre un espectáculo más gratificante y amable.



[1] Hoy en día la palabra ya figura en el diccionario de la RAE. Ver https://dle.rae.es/nominaci%C3%B3n

Comentarios