El camino de Jerónimo Atehortúa, en el Sanfici

 

El cine ha nacido, pero...

Fuente: https://cinematecadebogota.gov.co/pelicula/accidentes-historia-funcion-musica-en-vivo


ZEN Y DADÁ

 

Acabo de terminar de ver Mudos testigos (Ospina y Atehortúa, 2023) y, contrariamente a lo que hace unos días le dije a su director, guionista, montador y productor, Jerónimo Atehortúa, sí escribiré sobre su pequeño pero riquísimo conjunto de obras, e incluso lo haré también contrariamente a la intención de hacerlo después de verlas por segunda vez y de leer a fondo sus escritos y de oír de nuevo las excelentes clases que nos diera a varios entusiastas del cine contemporáneo en el Museo de Arte Moderno de Medellín. Es decir, escribiré en contra del cansancio creciente en mi vida que di –no falsamente– como razón a Jerónimo para no hacerlo, y también en contra de una vocación exhaustiva mía que acaso es lo mismo que ese cansancio, y que ya debo reservarme para otros momentos, escasos.

 

Pero, ¿por qué disculparme?, si era obvio, luego de que, durante un almuerzo en el Festival Internacional de Cine Independiente de Santander, Sanfici, afirmara yo que todo quien ame al cine debe amarlo a él. Jerónimo es referente, pero lo admirable es su especial obediencia a la pasión por el cine. Abogado profesional, su rigor es agobiante, y al discurrir exhibe los visos que hacen tan difícilmente refutable a un buen jurista cuando se discuten sus temas de interés. Lector como pocos, conoce y ha incorporado toda la retórica de los discursos argumentativo y narrativo, y así también en su cine. Pero si ello es un logro, surge de una visión que, con razones que solo podemos adivinar, tácitas, necesita afirmarse una y otra vez. Esa visión personal, hermética, es lo que me importa. Uno sabe que él no miente.

 

De Jerónimo Atehortúa he visto tres cortos, más sus dos largos, Mudos testigos y –dos veces bien distintas cada una– la suma rareza que es Accidentes de la historia (Atehortúa, 2023). Además, conozco Pirotecnia (F. Atehortúa, 2019), exquisito documental producido por él, dirigido por su hermano, pero me falta por ver Las ruinas (2021), y acaso otra obra que a estas horas de la noche, el 4 de marzo de 2024, no sé si produjo o dirigió. Haré entonces una pausa en mi escritura hasta que me sienta más seguro de poder comprobar una tesis. Esa tesis es que Jerónimo Atehortúa no existe, o no existe todavía. Él es, más que nadie, un autor. Así que de él hay que hablar por una obra que apenas empieza, aunque, mientras más vea uno su cine, más verá en sus fragmentos o textos separados, todas sus claves.

 

Y eso aunque una de esas claves sea la intertextualidad más radical que pueda uno imaginar.

 

MARZO 5

 

Jerónimo se deja habitar por un cine que está delante y detrás de cámara, que existe en todas partes, adentro y afuera de las cosas. Acabo de ver Las ruinas (2021) y Reconstrucción (Rekonstrukczja, 2018), de modo que puedo exponer mejor aquella idea de que Jerónimo no existe: en efecto, en su obra el cine vive. Dije también que él es un autor más que nadie, ya que el autor siempre está en hechura, y Jerónimo además acoge todas las posibilidades del cine en su obra. Claro es que decir todas solo se justificaría por el asomo de un límite del cine bordeado ya en esa obra y que habría de ser, pese a su amplio recorrido, muy temprano todavía. Pero tal límite está en la imposible unidad de sus largos, y en sus otras películas se demuestra en la facultad de mostrar el mundo por detrás de, o entre una forma.

 

Y es que nada aparece en los filmes de Jerónimo: se hace presente. Todo es entrevisto, como el beso de la pareja de Reconstrucción bajo la luz de una discoteca, que es más que un beso o un ambiente. Deducimos una serie articulada de movimientos y desafíos de la chica que no se completan sino como si el cine redoblara su fragmentación y falsa ilusión de realidad. Mi objetivo en este escrito es recuperar tal ocultamiento iluminador, con el que unas formas decantadas al extremo nos permiten asimilar con más precisión el misterio del mundo. Por demás, sostengo que en todos los casos esto se da desde una cinefilia probada frente a una suerte de objetos concepto que, desde las operaciones previas a la elaboración, el director entiende cinematográficamente, y solo cinematográficamente.

 

O sea que la frase de Godard sobre Tarantino, en la que aquel se diferencia de este señalando que Tarantino habita el cine, mientras que el cine habita a Godard, puede repetirse hablando de Jerónimo. En verdad, un mérito de este cineasta que se demora haciendo cortos y hace más y más antes de su primer largo, es la variedad de sus estilos, a la par que el profesionalismo de los mismos. Pero si el aprendizaje es notable desde lo correcto en Deán Funes 841 (2011) o Las manos (2013) hasta lo hipnótico de Reconstrucción y Las ruinas, más notable es la solidez de esos objetos concepto que son sus películas desde el principio. Sus obras respiran con la unidad de un dibujo, y entre sí se hablan con la voz de un cine no solo versátil, sino ya conformativo de sus propias y diferentes realidades.

 

Acerquémonos de a pocos a esta filmografía, predeciblemente mayor que lo que hay.

 

MARZO 6

 

Hace muchos años, en 2013, vi Las manos, un eficaz y revoltoso ejercicio bressoniano –ladrona que roba a ladrón tiene mil años de perdón– que, al parecer, hoy Atehortúa prefiere no mencionar entre sus cintas. De dos años antes era Deán Funes 841, trabajo universitario también, misterioso y bastante más atrevido que el posterior Las manos. En Deán Funes 841, los realizadores se enfocaron en tejer audiovisualmente una idea que, en principio, solo daría para esas frases penosamente típicas de muchos profesores de guion, muchos productores y casi todos los gurúes en lenguaje cinematográfico y dirección: “Eso no es cine”, o “eso es anti-cinematográfico”. Deudora de Farocki, el documental es explícito en llamar adaptación desde su título al trabajo que hace sobre unos archivos judiciales.

 

El filme es el seguimiento a un inmueble, una casa ubicada en la calle Deán Funes, según escrituras públicas leídas por una voz fuera de cuadro y, a continuación, de modo alternado, con anécdotas provenientes de una investigación formidable, también leídas fuera de cuadro. Entre tanto, las imágenes fijas se van acercando a la profundidad actual de la casa, desde sus planos originales hasta su desolación y su falsa soledad. Es una casa abandonada pero hoy ocupada por una pareja de jóvenes. Ya aquí habla el cine, y no el convencional, o sí: solo el cine convencional, pero según una acepción poco común. Es ese cine forjado por un amplísimo arsenal de convenciones que la historia, la teoría y la academia, o sea, la mejor cinefilia, nos han enseñado a considerar forma del discurso, y tan legítima como incisiva.

 

Jerónimo roba, transmuta y traiciona a unas fuentes en el cine documental ensayístico contemporáneo que, sencillamente, eran otro robo, otra transmutación, otra traición, desde el modo en que los hallazgos involuntarios de los camarógrafos de los Lumière eran reapropiados por quienes los volvían recurso formal: un plano inclinado, un corte oportuno. Mejor dicho, su estilo no es suyo, pero es digno de la mejor tradición, y quizás eso es lo que todo director sueña. En últimas, el hecho objetivo es que la película es contundente, o para decirlo mejor, tiene identidad, voz y asunto. Que el asunto no sea expreso jamás, que uno deba atar el cabito suelto de las imágenes de la casa tomada en discordancia con lo que nos dicen las disposiciones legales y de sus dueños, es lo definitivo. En verdad, habla el mundo.

 

Un mundo que no es el inmediato, sino el que demuestra ese cine altamente convencional.

 

LA EMBOSCADURA (2017)

 

No es necesario conocer la generalidad de fuentes del cine radicalmente intertextual de Atehourtúa. Sin embargo, conforme uno se sumerja más en el cine podrá hacer más asociaciones en cuanto logre identificarlas. Esto es un riesgo porque puede alejarnos de las películas en sí, pero al mismo tiempo puede iluminarlas. En el caso de La emboscadura, quien sepa reconocer el claro y literal homenaje que se hace a La cinta blanca (Das weiße Band, Haneke, 2009) con la frase aclaratoria de la narradora al principio del corto, lo interpretará como una necesaria analogía entre nuestros tiempos y la carnicería nazi, o bien, entre la falsa inocencia del pueblo germano de inicios del siglo xx, y la usual actitud negacionista de nuestra época frente a la barbarie neoliberal, sobre todo en los adultos.

 

El terror psicológico que tan bien han manejado algunos cineastas polacos, así como muchos realizadores de series de televisión nórdicas en los últimos tiempos, aparece en esta cinta, la cual, no obstante su unidad narrativa, logra un encriptamiento, no un enunciado, y ni siquiera su sugerencia. Sabemos poco de las tareas comunes a las que un hombre arrastra a su hija. El hecho craso es que, cuando encuentran a un hombre muerto, casi idéntico al padre, este no presta atención al evento. Divagando alrededor durante un tiempo más bien extenso, pero indefinido, la chica habla ya con un hombre al que desconoce, y quien al fin, una tarde, casi de noche, prepara una tumba. La soledad posterior de ella y su llanto no nos dicen nada, no logran aquello de “decir más con menos”, no, no.

 

Otra vez de modo radical, es el espectador el que no puede o no debe deducir lo que sea, desde un asesinato perpetrado por la chica hasta cualquier otra conjetura. En ese sentido, la cinta se acerca más a la incomunicación que al relato. Sin embargo, esa incomunicación es electricidad sensible, o sea, una mostración. ¿Qué dice, si no dice nada? El llanto de la chica y sus angustias anteriores se potencian hasta el infinito en ese negro conclusivo. No es, por más que parezca, esa comunicación elegante, la elipsis, que significa por eliminación de términos. Este llanto es el simple llanto, sin significación, la consecuencia aparatosa, digamos, no de un hecho, sino acaso de la sucesión de imágenes que vimos y de lo que ellas implican pero nadie sino ella parece haber comprendido. Porque nadie más lo hará.

 

El sueño que cuenta al principio del corto era más claro: quien ve tanta muerte, ya no existe.

 

RECONSTRUCCIÓN (REKONSTRUKCZJA, 2018)

 

Como fruto de un Máster con Bela Tarr al que asiste, Atehortúa logrará hacer en Sarajevo buena parte de su obra posterior. Los cortometrajes Reconstrucción y Las ruinas son obras enmarcadas ya en un cine de cobertura mundial, aunque algo no muy distinto se pueda decir de sus películas hechas con la Universidad del Cine, en Buenos Aires. Esto, sea como sea, es otro nivel, y habla muy bien de Jerónimo el que sepa rendir como director en un entorno tan globalizado. No es lo de menos la labor que emprende al iniciar su libro de entrevistas a cineastas como reportero o cronista del cine en el mejor sentido de esas palabras, un crítico en la tradición clásica de Gian Luigi Rondi o Peter Bogdanovich y que, como este último, es un cineasta que investiga para aprender y que aprende para crear.

 

Si tenemos en cuenta las exigencias de validación inherentes a un complejo entorno mundial, veremos en Reconstrucción la película inaugural de un periodo de madurez en relación con la visión cosmopolita de Atehortúa, y admirable por lograr la ambición de un cine en el que las voces testimoniales locales son entreverados hilos de un tejido multicultural, incluyendo la del autor. Este, quien así no se diferencia de otros autores en situación similar, sabe abrirse al otro de manera que estos dos cortos son textos de abigarrada densidad significante. Aun más que en otros casos, la actriz protagonista es tan creadora del filme como quien dirige la fotografía o quien hace la música. En un contexto de cine de autor, la palabra industria refulge aquí en su sentido más creativo.

 

Pero justo por todo ello, es clave el posicionamiento del autor. Reconstrucción comienza y termina mostrándose, en una puesta en abismo (otra convención: la mise en abyme), como representación de una realidad imposible de representar, la del afecto ante la carencia, y, no obstante, vuelta a representar una y mil veces. Un actor y una actriz actúan el amor. ¿Por fuera de su trabajo son otra cosa, o su romance es la propia película? No sabemos. Al final, otra pareja de actores reinicia el rito. La carencia, motivada aquí por una muerte trágica, la sabemos fondo evidente del amor de manera casual pero simbólica. El hombre lleva un anillo y su amante cree que está casado, pero él solo lo lleva en honor a una difunta que no quiere olvidar. El homenaje a Vértigo (Hitchcock, 1957) o, de nuevo, al cine, es palmario.

 

La mirada al vacío, varios pisos arriba, se sostiene, como quien mira la muerte a los ojos.

 

LAS RUINAS (2021)

 

En estas ficciones más narrativas que las anteriores, descubrimos lo que pasa cuando no pasa nada, o cuando lo que debería pasar es exactamente lo que no existe. Vemos una realidad que excede a los seres humanos, que contradice sus utopías y solo ha sido encarada en la tradición de su desmonte por diversos y heterogéneos pensadores y creadores que en sus obras contemplan o, lo que es igual, teorizan sobre esa esencial frustración. Por eso, es grato que Atehortúa no mitifique el cine a lo Truffaut, como un estilo de vida privilegiado, sino que en Las ruinas observe y destaque y asuma la tradición que desmitifica ese campo social. Godard reaparece con su consejo de no hacer películas de cine, sino películas contra el cine. En este cortometraje, la labor del artista se aprecia así de frágil que conmovedora.

 

Es una obra, así mismo, más evidentemente transgresora, diríase más agresiva, que Reconstrucción. Un artista colombiano expone en Sarajevo una instalación en la que reflexiona sobre la permanencia de la guerra en la ciudad como concepto, y exhibe la diferencia entre lo que son las cicatrices múltiples y visibles de una Sarajevo que así puede recordarse, y una guerra intangible pero continua en los medios de comunicación de las urbes colombianas. Su pareja, una ciudadana española, le dice que la guerra no es una, no es un concepto acabado –una esencia–, que no compare guerras, pero él se siente decepcionado de que a ella no le haya gustado la obra, y se marcha. Por esos días, se ha enterado de la muerte de su padre y claramente se siente huérfano, perdido en el mundo.

 

La imagen, como su instalación, se vuelve multipantalla, las imágenes de la vieja Sarajevo de los ochenta y de la guerra colombiana conviven con el paso errante del chico en una imagen distorsionada, y con sus palabras escépticas sobre su vida. El contraste de Sarajevo y Bogotá nos es definido con todo rigor solo por lo que las imágenes en plano general y a nivel de las calles nos muestran. En ambos casos, la proliferación de automóviles es notoria. Un mensaje de la novia llega, y es el mensaje de su padre que le llegara a ella cuando él ya había regresado a Colombia. La decisión de darse muerte. La voz del hombre se pierde entre esas imágenes distorsionadas del artista caminando, hasta que llega al campo y se acerca a un túnel. Pero sobre esa imagen, también distorsionada, ya corren los créditos.

 

Así nos queda claro que el cine de Atehortúa ha sido siempre más poesía que solo narración.

 

LOS LARGOS

 

Considero que Mudos testigos es más una obra de Atehortúa que de Luis Ospina, y eso contando con que son valores de la cinta tanto la fidelidad al maestro caleño como la altura de la respuesta de su amigo y pupilo al reto de dar acabado al proyecto póstumo de un verdadero y mundialmente alabado genio del cine contemporáneo. O sea que sí, la película es del todo un adiós sublime de Ospina al medio en el que puso toda su entraña, el mayor acto de amor posible a un arte subestimado por su cultura, pero ese mérito hace tanto más elogiable el esmero con el que Atehortúa finalizó la película. El modo en que se ensamblan las imágenes de varias películas del cine silente colombiano nos habla de esa hermandad de ambos autores en cuanto es el cine el que habla en sus obras, o un pensamiento vivo.

 

Un cine que ya puede hacer de los noticieros y las ficciones un solo diario tan personal como colectivo, que logra ver en ellas parte clave de la realidad y en la realidad parte de nuestros más ineludibles y sanadores delirios, que puede rehacerse, fundir personajes por el común protagonismo de un actor en varias películas, y releerse, reencontrar al civilizado héroe romántico de María, que suspira por una nación femenina y pura, en el antihéroe salvaje y modernista de La vorágine, que al fin reconoce en su entorno una barbarie indomeñable. Con Mudos testigos, Ospina se termina de erigir como el mejor lector de nuestro cine y uno de los intelectuales colombianos más importantes en nuestra historia. La estructura o el guion de esta película, debido mayormente a él, es una pieza impecable de crítica cultural[1].

 

Dicho esto, echar de cuando en cuando un vistazo a Accidentes de la historia, el ready-made u objeto encontrado que Atehortúa relieva en su investigación para Mudos testigos, una serie de fragmentos de aquellas películas revisitadas del cine silente colombiano que deja casi intactos, es bien recomendable. En mi criterio, el gesto del autor al dejar estas imágenes tal y como fueron halladas en el archivo aúna al zen el dadá. Es una disrupción liberadora y restaurativa a una sola vez, no exenta de revisionismo. El orden de las imágenes, aparentemente inertes o muertas, es del todo productivo de sentido, pero siempre de manera diversa, sobre todo de acuerdo con la música que acompañe la ocasión. ¿Cómo no afirmar, entonces, que la genialidad demostrada de Atehortúa es su propia inexistencia?

 

De nuevo, una inexistencia electrizante, presencia de una sensibilidad real por lo que mira.

 

COROLARIO

 

Este ha sido solo un acercamiento preliminar a una obra que, como dijimos al comienzo, abarca muchas otras facetas y también otras películas. Quisiera concluirlo diciendo que resulta saludable para el cine colombiano, pero más para el espectador, contagiarse de la actitud de este estudioso que ama, por encima de todo, el fenómeno en el que participa. Un misterio, como definía Godard al cine. Y hemos citado mucho al cineasta suizo porque para Atehortúa aquel encarna todo lo que este ve y quisiera ser en el cine. Por eso yo enfatizo en una especie de condición de médium suya, aunque un médium del todo consciente de lo que hace. Un creador que percibe ecos en sus cosas, y les da la palabra, y un crítico que, más que criticar o historiar películas, las hace, porque también eso es lo justo.

 

Un intelecto y una percepción juntas en el giro de los tiempos, antes de que todo acabe.

 



[1] Atehortúa comenta: “Sobre el guion de Mudos testigos habría bastante que decir, pero ello ameritaría una conversación. Pues todo en Mudos testigos fue atípico. Yo diría que más que guion Luis dejó una lista de deseos y una serie de objetos sobre los que tuve que navegar como bibliomante (si es que tal palabra existe)”.

Comentarios