Sobre Turbia (Contravía Films – Inercia Películas, 2021)

 

Gracias por la televisión

Fuente: https://www.facebook.com/photo/?fbid=434906128447692&set=a.168583871746587

 

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SOLO EL AGUA

 

Antes de encarar a Turbia (Contravía Films – Inercia Películas, 2021), desmarquémonos.

 

Así como Serge Daney y Rossellini, cada uno desde sus respectivos flancos, reconocieron una necesidad de tener muy en cuenta a la televisión, hoy en día el crítico cinematográfico está llamado a asumir esa relación en dos vías. Por un lado, es conveniente entender al cine como parte de un conglomerado de medios y de formas expresivas, así uno se especialice o se decida a considerarlo como una de ellas. Es decir, por ejemplo, asumir de una vez que el cine no es solo un arte, o que incluso en tanto arte nunca ha dejado de ser una mixtura problemática de códigos formales, o que aquello que lo parece diferenciar de todas las demás artes sufre de tránsitos motivados por el devenir de la sociedad. Se puede compartir el lamento ancestral de Juan Carlos González por la idea de que alguien vea el cine de David Lean en la pantalla de un dispositivo celular, pero un cine miniatura también es posible.

 

Yo lo he hecho en algunos trabajos para YouTube, y obviamente no soy el único.

 

Por otra parte, si esa noción del cine en tanto arte que migra o medio camaleón permite captar el vínculo del viejo ritual con la pantalla chica –así como lo entendió Godard, pero del modo en que había que asumirlo desde series de televisión del corte de La dimensión desconocida (The Twilight Zone, Cayuga Productions – CBS, 1955-1965)–, y si ello daba pie al examen de la televisión por su asunción común del lenguaje del cine, o por las influencias y reflujos de ese lenguaje, entonces el crítico ya, en la tercera década del siglo xxi, no puede entender la historia de los medios linealmente ni registrar sus universos con pretensiones globales. La curadora Hebe Tabachnik nos hablaba en Cartagena de lo imposible –y de lo falso– que es hoy ser experto en cine ni aun conocedor de lo que se estrena en el mundo.

 

Volcados ya a las plataformas digitales, llevaría décadas ver lo que se emite solo a esta hora.

 

Consecuentemente, el cineasta no está forzado a una escritura clásica –ese famoso punto cero del que renegaba Luis Ospina, recuperando una noción barthesiana sobre el realismo moderno o burgués, que supuestamente anularía la expresión autoral en lo afectivo o lo intelectual–, ni tampoco está forzado a hacer una representación políticamente correcta de nada, en términos absolutos, sino más bien tendenciosa, o lo que es igual: sesgada, digamos que sucia. Todo nos lleva a asumir postura pero además a dejarla ver sin querer e incluso a traicionarnos, y muchas veces las imágenes son tortuosamente contradictorias, y lo que uno quiere hacer termina por ser realmente lo opuesto o, sin más, algo apenas distinto, lo que es peor, y cada signo puede ser asumido muy de otra manera. Incluso, cuando se habla de televisión de autor, el autor es acéfalo y plural a la vez.

 

Todo este marco conceptual revisionista se debe aplicar a Turbia, un “puerto Resistencia”.

 

Ahora bien, esas idiosincrasias no son nuevas. En lo coyuntural y político, jamás podría ser igual la televisión de los cincuenta que la televisión de Fassbinder en los setenta, y en lo geográfico y lo cultural en nada eran lo mismo durante los últimos ochenta el Decálogo (SFB – TVP – Zespol Filmowy “Tor”, 1988) que Twin Peaks (Lynch/Frost Productions y otros, 1990-1991). Por más que se puedan extraer rasgos comunes de esas experiencias, ya que nos estamos restringiendo a series televisivas, o sea telefilmes articulados en una saga a veces continua, a veces solo episódica, hoy en día solo es posible acudir a las palabras de Fernanda Solórzano en 2014, durante una charla en la Beca Gabriel García Márquez de Periodismo Cultural: a partir de un código social –la novela por entregas del siglo xix en Francia e Inglaterra, especialmente–, las series de televisión han rescatado al narrador tribal del cine.

 

Hecha esta precisión, la eclosión tecnológica disgrega la narrativa y encripta los referentes.

 

Desde los noventa, años sabidos nueva era dorada del medio televisivo, con productos epítome de su generación, de Los Simpson (The Simpsons, FOX, 1989-hoy) a Los Archivos Secretos X (The X Files, Ten Thirteen Productions y otros, 1993-2018), pero en especial desde Los Soprano (The Sopranos, HBO, 1999-2007), las miniseries, en una o varias temporadas, se han vuelto fenómenos masivos de trascendencia. La frase: “No es cine, no es televisión, es HBO” no solo es reconocible, es significativa. Juego de Tronos (Game of Thrones, HBO, 2011-2019) logra absorber las miradas de todo el planeta, pero tanto como Black Mirror (Zeppotron y otros, 2011-2019) nos hace pensar lo que no sabemos, ver en la metáfora un saber, o sea: tocar lo que subyace a la experiencia contemporánea. En cualquier caso, de un modo u otro esa universalidad disuelve y enrarece a sus públicos.

 

Los engranajes transnacionales hacen a lo local susceptible de nuevas y trastocadas épicas.

 

Por ello, por más que la televisión busque mercados externos de manera todavía más afanosa que el cine, reducido este a tendencias menores de festivales, a Turbia, como a otros productos televisivos de nuestro cine, especialmente del tono estilizado de Balada para niños muertos (Navas, 2020), hay que verla en relación con un público objetivo, con una tradición regional, o en suma, con un momento. Y si la hemos de ver de esa manera, del todo movida por un tipo mixto y vertiginoso de facturas y convenciones desorientado desde los mercados globales del audiovisual, también hay que considerarla en su coyuntura humana, laboral, también personal. Turbia es una obra aguerrida y visionaria, fundamental para nuestra dicción cinematográfica actual, no menos conflictiva y dolorosa, ciertamente sensible y errática, un capítulo por contar en vibraciones secretas por la crónica cultural.

 

Turbia ha sido para sus creadores una aventura cuya naturaleza no alcanzan a dimensionar.

 

Por eso, nada más impropio que una evaluación supuestamente objetiva de la serie. Dejemos para otros esos criterios meramente técnicos y esas evaluaciones de competencia en el mercado o de impacto cultural según estadísticas que pretenden ser regla definitiva. No: en Ojo Mágico hemos gozado a Turbia durante una semana de modo implacable pero atendiendo al fenomenal esfuerzo y las formidables implicaciones que emergen de una serie de televisión que pareciera prever lo que demostró el estallido social en Colombia, en particular en Cali. Hablamos del fracaso de una civilización, paso de una llamada especie a otras especies, degradación y esperanza, resistencia activa, ataque y refugio. En esa línea, son ejemplares, y tétricas, no solo la historia, sino las imágenes seudo-documentales y la ironía transmedia del capítulo “Desalojo”, de César Acevedo, con Francia Márquez Mina.

 

Tal vez, entonces, también sea necesario dejar de lado las evaluaciones emancipadoras.

 

Hay algo en estos seis episodios que nos pide entender urgente y diagnóstica la caótica producción audiovisual que emana de los realizadores más delirantes y a la vez mercenarios del sistema audiovisual planetario. Casi celebrar los videojuegos sanguinarios. Casi transigir con un anarquismo pleno, no anti-ético, sino quizás ex-ético, o es decir, por fuera de la ética, o al menos por fuera de un régimen exclusivamente político. Hablamos de la creación en un sentido primordial de recepción, al modo en que Chéjov, sin musas, entendía la inspiración fábula que se cuenta, que te habla, y también al modo de Henry James o Borges, nada ingenuo, de convivir con lo que un asunto ficticio, pero soberano, te sugiere. Lo admirable de Turbia es su traducción de un orden de figuras que podemos reconocer o no, aceptar o no, pero surge con una fuerza interior que más o menos nos interpela o nos zahiere.

 

No es el afán clásico de acomodarse a lo real, sino lectura romántica de la obra autónoma.

 

Y esto paradójico en tiempos de caos se aviene a la perfección con la busca de armonía interna de Caicedo. Más que reñir con la técnica, incorporarla. Resuenan los ecos del poeta caleño, y cito de memoria su inmortal improvisación en una entrevista por correspondencia a unas periodistas de la Universidad Pontificia Bolivariana (UPB): sería bueno encontrar un método que universalice lo particular, porque cada gusto es una aberración. Ya quisiéramos ver en Medellín una serie que se lance de manera tan desmedida por el puro afán creativo; desde Simón el Mago (Gaviria, 1994) hay cómo. Porque sin desmedro de la calidad visual, Turbia es riesgo, de arriba abajo, de izquierda a derecha. Y decir sin desmedro de la calidad visual es decirlo todo de la cinefilia caleña. Formación, academia, y en ese sentido un rigor que no niega lo visceral, sino que sabe que lo necesario siempre es ir más allá de lo debido.

 

Así que lo irregular es lo que debemos agradecerle a Turbia. Su haberse lanzado.

 

Hay algo más que un hacer por hacer, en cuanto el hacer aquí conlleva sobre todo un decir, e incluso un maldecir. La primera secuencia de toda la serie establece un patrón dislocado que el sucesivo capítulo inicial no llega a cumplir del todo. Es una especie de tour-de-force de Oscar Ruiz Navia que muestra unos alcances difícilmente alcanzados luego ni por él ni por nadie. Los modos de decir se nublan, el estilo puede ir a lado y lado, y por eso serán los realizadores de televisión más curtidos, Carlos Moreno y Jorge Navas, quienes mejor logren compactar la variedad y afilar el relato, pero la salvedad en tanto norma está ofrecida ya en ese arranque. “Warer”, es el nombre de ese capítulo inaugural, y el neologismo bautiza la condena de nuestro organismo convertido en droga sintética de simple consumo. Esto es ya: la historia de la serie sucede en un 2023 en que el cuerpo no se halla. Éramos agua.

 

No será lo adecuado ya hablar de cada capítulo, haríamos un pequeño libro, otro día será.

 

Quiero solo hacer observación de “Día cero”, capítulo central, dirigido por William Vega y escrito por Alonso Torres y Oscar Ruiz Navia, sobre idea de Vega. El guion da pistas de una sacralidad que no se toca. El regreso de lo que expulsamos de nuestra acción, el regreso del agua a nuestro vivir, o sea el regreso del ser en propiedad, no se dará por vías ajenas al ser. Quien vea ese capítulo de uno de nuestros directores más queridos, cuya Sal (2018) es una joya prohibida para canónicos, sabiamente apadrinado por Ruiz Navia, entenderá bien de lo que hablo, y tal vez así lo pueda asumir en su vida. El camino parece llevar a lo que “Refugio”, episodio final de la saga, dejará en el aire. Una especie nueva, resarcida en lo que la mujer supo amalgamar de fuego y tierra, y de aire y agua, luz-oscuridad, saber matar. Son palabras delicadas que los creadores y lo ciborg, más que los críticos, podemos aceptar.

 

Debes renacer en ti. Del otro, acepta el agua; al otro, dale el agua. Solo el agua.

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